Zopilote, chucho, culebra.
Ernesto tenía mucha sed, tanta que su
lengua se sentía como un pashte gastado. Pero a pesar de su sed lo que más
sentía Ernesto era odio.
Después
de todo el único pecado que había cometido había sido enamorarse de la mujer
equivocada. Linda se llamaba y ahora pensaba de linda sólo tenía el nombre. Tan
solo un par de semanas atrás Ernesto había sido un gran hombre en su pueblo,
tanto por lo material como por lo moral. Todo el mundo lo quería y lo respetaba
y él hacía lo mismo y si esa mujer no se hubiera metido en sus ojos como una
basurilla soplada por el viento él hubiera terminado como su padre lo había
hecho; en casa y en completa tranquilidad.
Ernesto pensaba en su padre con cada
paso que daba entre aquella hierba reseca y muerta, mientras pateaba las
piedras cocidas bajo el sol por décadas.
«Si una mujer se pasa de hermosa es porque
algún diablo tendrá adentro, tu madre tenía defectos y esos defectos la hacían
humana, tenía su lado feo y ese lado feo la hacía perfecta para mí» le
había dicho su padre un día cuando, por alguna razón, le recordaba a Ernesto
que él, Ernesto, iba a heredar todos los bienes cuando él, su padre, muriera.
—
¡Nah! —exclamó Ernesto y se asustó al oír su voz. Aquella era una voz tan ronca
que sonaba como cuando se raspa una piedra pómez contra una pared de cemento.
Muy diferente a la voz un tanto femenina que siempre lo había avergonzado.
¿Cuánto tiempo había caminado ya? Él
no lo sabía, tampoco tenía idea de a dónde iba, el lugar en donde estaba no
parecía estar cerca del pueblo, ni siquiera parecía estar cerca del mundo. Su
piel morena tenía ahora un feo tono negruzco como si hubiera estado sobre una
hoguera de leña por horas. Casi podía jurar que las pocas gotas de sudor que le
salían se evaporaban de inmediato haciéndolo sentir como que caminaba entre una
niebla.
—
Es que si la vuelvo a ver… —estiró los brazos e hizo como que la estuviera
ahorcando.
Finalmente se desplomó cayendo de
espaldas, chilló al sentir que una piedra se le enterraba en el hombro
izquierdo. Cerró los ojos y maldijo a Linda de nuevo, también se maldijo a sí
mismo por haber sido tan pendejo. «Si mi
padre me viera ahora…»
Algo
había cambiado, abrió los ojos y vio que estaba bajo la enorme sombre de una
Ceiba. Se sentó de romplón y trató de abrir más los ojos pero los tenía
churucos como uvas pasas. La Ceiba se alzaba como un rey en medio de aquella
tierra seca, su tronco de aspecto fresco y vigoroso era tan grueso que ni diez
hombres agarrados de la mano lograrían rodearlo.
—
¡Pero qué…!
Las hojas eran tan verdes que casi
parecían estar pintadas. Ernesto vio con una mezcla de sorpresa y miedo que
algo se movía entre las ramas más profundas del árbol.
—Saludos…
— Dijo lo que se movía entre las hojas, escondido entre las sombras. Ernesto
casi se va de espaldas de nuevo pero en vez de eso abrió la boca y soltó un
quejido como de mujer que le recordó a su propia voz.
—
Veo que has
perdido todo. — dijo el árbol.
—
Sí. — dijo Ernesto
ignorando lo incongruente de la situación.
—
Yo puedo ayudarte.
—
¿Vas a devolverme
todo lo que perdí? — preguntó Ernesto, trataba de ver lo que se movía entre las
ramas, creía ver un par de ojos parpadeando.
—
No… — empezó a
decir el árbol, su voz sonaba llena de malicia ahora.
Ernesto levantó un dedo para
preguntar pero el árbol continuó:
—
Pero puedo
ayudarte a que te desquités con la que causó todo esto.
La copa de la Ceiba empezó a agitarse
como por un fuerte viento y entonces de entre las ramas cayó un fruto. Era
tanta su sed y odio que Ernesto no pensó dos veces en darle una buena mordida,
de inmediato sintió el sabor amargo como un limón pasado pero no le importó.
Fuera lo que fuera lo que estaba en el árbol jadeaba y siseaba como una culebra
de cascabel. Ernesto sintió calor en su vientre, se agachó y empezó a
retorcerse. Se retorcía como una serpiente.
Los niños que pasaban frente a la
casa no podían dejar de decir: « ¡Mirá
mami, mirá al Zopilote!»
«¡A
la sí, mirá vos, que feo el pájaro aquel!»
—
¡SSSSHUUSS, FUERA!
¡FUERA! ¡VAGH!
El zopilote ni se molestaba en agitar
sus grandes alas negras, solamente se hacía a un lado esquivando la cabeza de
la escoba.
—
¡Por la gran
chucha, vos Ramón, vení a ayudarme!
—
Puta, vos mija ni
a un pájaro podés espantar.
—
¡Vos tu madre!
¡Jaláte el rifle y disparále…pero apuráte pues!
BAM
El rifle disparó y aunque Ramón lo
hizo casi sin ganas bien que dio un buen tiro. Un puñado de plumas negras caía
lentamente sobre el corral, las gallinas estaban todas espantadas por el
disparo.
—
¿Le distes? — decía Linda sosteniendo aun la
escoba.
—
Pues de plano.
—
¡Feo ese pájaro va!
Ramón se dio la vuelta para regresar
a la casa y en un abrir y cerrar de ojos algo le cayó encima, Linda estaba
recogiendo las plumas negras y solo pudo oír un enorme gruñido que le heló el
alma.
—
¡RAMÓN!
El enorme animal era igual de negro
que el zopilote. Ramón luchaba y trataba de alcanzar su rifle pero el animal lo
arrastraba lejos de la puerta.
—
¡A-AYUDÁME…AAAAGHG…HA-HACÉ A…!
Linda estaba plantada al suelo y lo
único que hizo fue tirarle piedras al chucho negro que estaba despedazando a
Ramón.
—
¡RAMÓOON! — se
tapó la cara mientras oía como el animal le
arrancaba la carne a su hombre. Ramón
soltó un horrible alarido y algo crujió.
Unas
manos le apartaron las manos de la cara y Linda recordó el tacto de Ernesto, «sus manos siempre eran tan suaves» pensó
antes de darse cuenta que Ernesto estaba frente a ella. Estaba desnudo y su
piel estaba horriblemente quemada, «y
cómo no iba a estarlo si lo mandaste a tirar a…»
—
¿E-Ern-nest…?
La cara de Ernesto era de color
carmesí y la piel le colgaba como la de…la de un zopilote. Sonrió y sus dientes
eran largos como los de un perro. Tiras de carne y cabello le colgaban de entre
los colmillos.
—
Saludos… —
dijo y entonces sus ojos se volvieron amarillos y la pupila se volvió una
rayita vertical.
Linda se desmayó.
Las hojas de la Ceiba eran tan verdes
que casi parecían estar pintadas, al principio, cuando había abierto los ojos,
pensó que alguien estaba tocando maracas pero claro que eso no podía ser.
Después
de un rato notó que estaba desnuda y que no podía mover sus pies, era como
estar muy envuelta en una chamarra. Quería levantar la cabeza y ver qué era lo
que la estaba asfixiando de esa manera pero estaba muy entretenida tratando de
ver bien lo que se movía entre las ramas profundas de la Ceiba. La presión
siguió subiendo y ahora la opresión le llegaba a la cintura.
Levantó
un poco la cabeza y vio que estaba siendo tragada por una enorme y negra serpiente
de pitón.
Linda
trató de gritar pero ya no tenía aire, la pitón avanzaba lentamente hacia su
estómago, cada centímetro de su cuerpo tragado por el animal parecía estar
hirviendo.
Nadie volvió a ver a Ernesto, al
menos no al Ernesto que recordaban. Tampoco volvieron a ver a Linda o a Ramón.
La casa sin embargo permanecía intacta y bien cuidada, los animales seguían
vivos y no había señas de que las plantas fueran a marchitarse. Uno que otro
patojo se había saltado la pared para sacar algo de valor, minutos después
habían salido corriendo con el corazón en el estómago.
«En las mañanas se ve a un enorme zopilote
posado en el techo de la casa como vigilando».
«En las noches, un montón de bolos han
dicho haber visto al Cadejo, un gran cucho negro y de ojos amarillos…»
«Pues lo que yo vi un día que me asomé
para ver si miraba a alguien en la casa pues alguien
debe estar cuidándola sino las gallinas y
huertos ya se hubieran muerto fue a una horripilante culebra negra y grueeeesa
como un tronco…»
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