Salazar
Después de una tragedia la gente siempre tiende unirse
en una especie de burbuja de lamentación, pobre…lo
lamento tanto…recuerda que estamos contigo…
Pero
como casi siempre en nuestra sociedad, después de un tiempo a la gente le deja
de preocupar. La burbuja estalla y todo vuelve a como era antes. Así pasa hasta que otra tragedia vuelva a
inflar la burbuja.
Esa
tarde la mayoría de personas había asistido a la reunión que se hacía cada tres
semanas en el pueblo para discutir problemas y buscar soluciones, y con
discutir y buscar soluciones me refiero a que unas cuantas viejas gordas se la
pasaban interrumpiendo a la gente para gritar y quejarse de que nada se había
hecho nunca.
Yo
decidí acompañar a mi madre para ver qué tan alborotada se ponía la gente pues
siempre he disfrutado viendo como la gente pierde el control con cosas tan
simples. Una vez provoqué un pequeño incendio en la escuela sólo para ver los
rostros pálidos de los niños saliendo de sus salones.
La
reunión se iba a llevar a cabo en el segundo nivel de una casona que servía de
"edificio municipal", arriba estaba un gran salón con terraza que
alguna vez había servido como pista de baile.
Como era
de costumbre, la gente llevaba a sus niños, hermanos, tíos y hasta perros como
si fueran a una celebración en vez de una reunión comunal. Los niños
correteaban y gritaban por todos lados y los ancianos se quedaban en un rincón
discutiendo sobre "cómo el mundo se había ido al carajo”, cómo si ustedes hubieran hecho algo
importante en su época, pensé mientras procuraba estar al lado de mi madre.
«¡Hermana,
me alegra verla!» dijo la señora Pura; le decíamos así porque tenía un expendio
de agua purificada pero esa agua de purificada sólo tenía el nombre.
«Que tal
hermana, hace tiempo que no la veía» dijo mi madre.
«¡Ay sí,
vieeeera...!»
Lo último que quería era oír sobre la nueva tragedia
en la vida de la señora Pura así que me aparté de mi madre y me fui a asomar al
balcón, la pared que era de cemento me llegaba hasta el pecho por lo que era
fácil para alguien de mi estatura observar la vista del pueblo. Claro que no
era fácil con todos los niños chillando y riendo como si tocarse y empujarse
los unos a los otros fuera comiquísimo.
«Muchacho,
ya no te había visto por aquí»
Me di la vuelta y vi al señor Rolando, el viejo y
retirado conductor del bus escolar.
«He
estado ocupado» le dije como si un adolescente en verdad estuviera ocupado en
vacaciones.
«Humm, ¿y qué tal te va en los estudios?» puso una de
sus manos sobre mi hombro, aunque estaba más que seguro que quería ponerla en
otro lado. Cuando el señor Rolando aún podía conducir el autobús yo solía
tomarlo, mi casa estaba al final de la calle por lo que yo era el último en
bajar. Un día al llegar a mi casa, el señor Rolando me llamó y me dijo que
quería darme algo, de su bolsillo sacó una paleta y mientras yo la tomaba puso
su mano en mi entrepierna y apretó, tentando para ver qué había.
«Gracias» me dijo sonriendo y luego
abrió la puerta del autobús para que me bajara. Pasaron cinco minutos hasta que
el autobús arrancó y se fue, no hizo falta pensar mucho para saber lo que él
había estado haciendo durante ese tiempo. No dije nada por supuesto y él no
volvió a hacerlo. Uno debe aprender a no tantear tanto a la suerte.
«Sabes
muchacho, cuando uno llega a viejo—»
Pero el viejo ya no pudo terminar, en ese instante
todos escuchamos el oxidado chirrido del micrófono y el presidente de la junta
directiva habló:
«Estimados
vecinos, muchas gracias por venir, si fueran tan amables de tomar sus asientos
en el salón empezaremos, gracias»
A esto le siguió un murmullo, la mayoría de viejas
hablaba sobre "las muchas ideas que
tenían para compartir", los hombres tosían y los niños, indiferentes,
seguían molestando. El señor Rolando me dio la mano, se despidió y empezó a
caminar con el resto de la multitud. Sus pantalones bombachos no podían ocultar
el bulto en su entrepierna.
«¡Salazar! ¡Pss,
Salazar, te estoy hablando!»
La mayoría de gente había entrado al salón y una de
las últimas señoras le gritaba a uno de los niños, la mujer parecía haber
metido la cara en un horno por lo colorada que estaba.
«¡Por la gran
diabla Salazaaaaar!»
«¡Qué!» dijo un
niño más alto que yo aunque era claro que era mínimo cinco años menor.
«Como que qué, vení
para acá» dijo la señora de la cara colorada completamente indignada.
Tuve que evitar reírme ante esa escena, ambos se hablaban
(gritaban mejor dicho) de punta a punta y ninguno parecía querer acercarse al
otro.
«¡Que vengás te
estoy diciendo!». No creo
que la señora se diera cuenta pero se le empezaba a formar espuma en las
comisuras de la boca.
«Ugh, ¿quéeee?»
dijo el tal Salazar finalmente acercándose a su madre, los otros ancianos del
rincón lo miraban con caras de "Yo ya le hubiera dado un su coscorrón a
este insolente".
La señora con la cara colorada y boca espumosa lo tomó
del brazo y lo guio hacia el pie de las escaleras para que "hablaran en
privado".
«Portáte
bien y te compro un helado al salir de aquí»
Genial
señora, usted sí que sabe educar y corregir a sus hijos, pensé. Me había olvidado de mi madre así que la
busqué, ella seguía hablando con la señora Pura así que regresé a la terraza
para seguir viendo al horizonte.
La primera hora de la reunión pasó como si nada, el
presidente —un escuálido hombre que probablemente era mangoneado por su mujer—
había hablado como por quince minutos y luego había sido mujer gorda tras mujer
gorda quejándose de que “su dinero no era bien invertido” y que estaban
“indignadas”.
«Esas
putas no han pagado por nada en sus vidas» le dijo un anciano a otro, ambos
habían salido a fumar un rato.
«Ni siquiera por
el papel con el que se limpian».
Los niños, incluyendo a Salazar, se estaban jaloneado.
Uno de ellos dijo:
«Apuesto
a que no pueden hacer esto» a continuación se subió al balcón y empezó a
caminar como un volatinero de circo. Las niñas chillaron y los niños, incluyendo
a Salazar, lo abuchearon y lo llamaron marica.
Para la segunda hora de la reunión yo ya estaba
aburrido, me dolía un poco la cabeza y era obvio que esa reunión no iba a
llegar a nada, el presidente de la junta se jalaba el cuello de la camisa como
si tratara de aflojar un nudo de ahorcado que se le apretaba más y más. Mi
madre había tratado de hablar una vez, había levantado la mano tímidamente y
antes de que pudiera siquiera decir su nombre, la mujer con la cara colorada se
levantó y empezó a gritar: «Mi esposo es abogado y apuesto que si revisara
todos los acuerdos que se han firmado él encontraría todo el fraude que todos
ustedes nos hacen, si tan solo no estuviera tan ocupado todo el tiempo»
«¡Siéntese
señora!»
«Nah, si él no
puede venir mejor ni hable»
«¡Haga sho!»
«¡Sho ustedes!» dijo y se sentó
limpiándose la saliva.
Ya fuera por el clima o por lo agitada de la
conversación el aire se había vuelto caliente y mucha de la gente había
empezado a pedir que pasaran la reunión para abajo, así podrían estar al aire libre.
«¡Marica,
marica, marica!» gritaban los niños mientras ahora Salazar se balanceaba
peligrosamente en el balcón.
«¡Estesen quietos patojos!» dijo el último
anciano que quedaba en el rincón, los demás se habían ido a dormir a sus casas,
sino es que a morir, Jaja.
Salazar
le sacó la lengua y si el viejo no hubiera dependido de su bastón para pararse
estoy seguro que le habría ido a dar una su buena patada en el culo.
El presidente, ahora con la cara tan colorada como la
de la señora, dijo que sacaran todas las sillas y las bajaran para así poder
tener la reunión ahí.
El
montón de viejas gordas contuvieron sus quejas y empezaron a arrastrar de mala
gana las sillas.
No señoras, nadie las moverá por ustedes,
pensé y ahí sentí una patada por atrás de mi cabeza.
«Uy,
perdón» dijo una niña de pelo alborotado que no tendría más de siete años. ¿Qué
hacía jugando en el balcón? ¿Dónde carajos estaba su mamá?
Sonreí lo mejor
que pude y me alejé de ahí. Perra.
«¡¿Qué le hicistes?!» Dijo una de las viejas
gordas.
Mi ojo me saltaba cada vez que la oía decir la s al final de sus verbos.
«¡Nada mami, nada!» decía uno de los niños
mientras la pequeña de pelo alborotado lloraba inconsolablemente bajo las
faldas de su madre. La gente estaba alrededor de nosotros como si un asesinato
se hubiera cometido.
«¿Usted vio algo?» me susurró mi mamá al
oído, yo negué con la cabeza. Sabía bien que el niño ese no había hecho nada,
pero ¿quién los manda a estar jugando así de brusco con niñas? Ellas siempre
terminan quejándose.
Atrás, como con miedo, la señora de cara colorada le
susurraba algo a Salazar, sus manos le apretaban bien el brazo y el niño torcía
la cara de dolor.
«Yo no le pegué» susurró él.
Oh,
señora, si usted supiera,
pensé.
«Pues nos vamos ahora, te dije que te tenías
que portar bien»
«¿Y mi helado?» preguntó Salazar y su
tono lo hacía parecer cinco años todavía más joven.
«No, ya no te compró nada»
Salazar empezó a chillar y se soltó de las garras de
su madre, se metió en la multitud para ver si alguien se compadecía de él. La
niña de pelo alborotado seguía dando alaridos como si le hubieran amputado la
pierna. La señora de cara colorada estaba furiosa, podía ver en sus ojos esa
ira endemoniada que nos agarra con ciertas personas. Tal vez ella no había
querido tener hijos pero tal vez esa había sido la única forma de amarrar a su exitoso y adinerado esposo
abogado. O tal vez no había sido así, tal vez él la había forzado a tener un
hijo, o tal vez ella había sido violada. O tal vez ambos habían sido pendejos
para no usar protección y de ese maldito error Salazar había salido. Fuera cual
fuera la causa, lo vi tan claro en ese momento. Esa mujer detestaba a su hijo.
Ese malcriado golpeador de niñas.
Salazar
se subió de nuevo al balcón, la gente seguía de espaldas consolando a la niña
mientras la vieja gorda pedía perdón por algo que no era culpa de su hijo.
«¡Bajáte!» le decía la señora a Salazar.
«¡NO!»
le gritaba él. La señora trataba de agarrarlo y bajarlo pero él no se dejaba,
cada vez se acercaba más al borde del balcón, se sujetaba de una de las cadenas
que colgaban del techo que servían para colgar macetas y le tiraba patadas a su
mamá para que no lo tocara.
Gritos y llantos, murmullos y disculpas. Berrinches y
suspiros llenos de exasperación. La tarde era un infierno y a mí me tumbaba la
cabeza.
Salazar
chillaba mientras caminaba en el balcón, la señora de cara colorada se agarraba
el pelo de lo enojada que estaba, la vieja gorda se disculpaba torciéndole la
oreja a su rechoncho hijo, la niña pegaba gritos de muerte y la gente trataba
de calmarla.
Abajo,
el presidente por fin había logrado conectar el micrófono, y entonces, antes de
que pudiera decir algo, toda la gente escuchó el ¡BAM!
Lo
siguiente que vio todo el mundo, los que estaban arriba y los de abajo, fue el
cuerpo torcido de Salazar en el suelo. Su cabeza había dado justo en la orilla
de una grada de concreto y, al menos así lo pienso yo, lucía como una sandía
destrozada.
Según mi mamá, los gritos que soltó la gente fueron
ensordecedores pero yo no lo sé, el ruido se oía lejano y opaco como si saliera
de una bocina muy vieja. La multitud en la terraza se alborotó y empezó a
correr escaleras abajo, yo seguía asomado y un señor me dio un gran empujón que
si no hubiera estado agarrado yo también habría caído. Eso hubiera sido el
colmo, ¿no?
«¡Por qué me miran como si yo tuviera algo que ver! ¡SALAZAAAAR!
¡QUÍTENSE!»
Para
cuando la ambulancia llegó era más que obvio para todos que el pequeño había
muerto, al rato se tuvo que llamar a otra ambulancia para tratar a los
desmayados y a los que casi se mueren de un infarto.
La niña
de pelo alborotado ya no lloraba, sus ojos casi se le salían del rostro y
seguía preguntando: «¿qué le pasó mami?
¿Mami, qué le pasó?»
Su madre
no le prestaba atención, ella y todos nosotros mirábamos fijamente, y apuesto
que más de alguno lo hacía con morbosa fascinación, al enorme charco de sangre
que se secaba en el concreto.
Don
Rolando estaba sentado en una de las sillas de plástico blancas y lucía
completamente destrozado. En ese instante me pregunté si él había tocado a
Salazar de la misma forma que lo había hecho conmigo.
Sé que esto suena cruel y muchas personas odiarían lo
que he escrito, pero qué puedo hacer, así fue como sucedió todo. Nadie vio nada
y la señora de la cara colorada no fue juzgada de nada. Durante las semanas
siguientes la gente sacaba sus propias teorías sobre qué había pasado; ¿Acaso se resbaló del balcón?... De
seguro, no viste pues cómo los muchachitos habían estado jugando así todo el
tiempo. Nah, yo creo que la doña esa lo empujó, ¿no vieron cómo miraba al
pequeño cuando hacía sus berrinches?, Sí, es cierto, yo una vez la vi jalándolo
afuera de la farmacia y “de repente” el niño se cayó de la banqueta, si no
hubiera sido por Don Mario una camioneta que iba pasando le hubiera pasado
encima. Uy no, Dios guarde, yo no creo que ella sea capaz de hacer eso, ¡Jesús
bendito! Yo creo que el pobre patojo simplemente se resbaló y…¡Ay no, QUÉ TRAGEDIA
DIOS MÍO!
En las
pocas veces que la señora de la cara colorada habló en público, según mi madre,
decía que en un instante ella había estado tratando de bajarlo y de pronto…
«Estaba haciendo un berrinche y yo, pues yo
quería bajarlo…entonces—entonces—¡ay no sé! Miré para otro lado por un segundo
y…¡Y ahora él está muerto!»
Por
mucho tiempo la gente sí creyó que Salazar había sido empujado.
Por su madre…o por
alguien más.
El funeral, al que asistió todo el pueblo, y yo
también pues como les dije, me gusta observar cómo se comporta la gente, fue lo
más fascinante del mundo. La gente se abrazaba y se decía cosas lindas, aun las
viejas gordas que se habían callado entre sí para ver quién tenía la razón. El
ataúd del pequeño quedó sepultado y poco a poco la tragedia se archivó en la
memoria del pueblo. Esa memoria que no olvida pero a la que muy pocas veces se
vuelve…
«¿Y usted no vio nada aquel día?» me preguntó
mi madre una tarde.
No, le respondí mientras hacía mi tarea. ¿Por qué
tendría que saber algo?
«¿Seguro?» dijo y su pregunta, en mi cabeza, ahora sonaba más bien como: «¿Usted no tuvo nada que ver?»
De nuevo, negué con la cabeza.
Oh madre, si tú supieras…
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