El toque de queda


El maldito auto no iba a dar más. 
 
—Maldita sea, necesitamos gasolina —dijo Tad mientras bajaba el vidrio y se asomaba con algo de miedo para ver si no había ni una patrulla aún tras ellos.

— ¿Y dónde se supone que estamos? —dijo Lía mientras trataba de entender el enorme y arrugado mapa en sus manos.

—No sé querida, pero estamos lejos de esos bastardos. ¿Segura que estás bien?

— ¿Acaso me ves sangrando o gimiendo de dolor? —dijo Lía con un tono que hizo que Tad pensara en darle un tremendo golpe en la cara. Eso sí la haría sangrar.

—Lo siento, sólo estoy algo enojada y tensa por como todo salió. Se suponía que el plan era perfecto.

—Sí, pero no contamos con que el imbécil de Jeffy sería atrapado y que soltaría todo a la policía en menos de diez minutos.

Tad se recostó sobre el asiento, sintiendo el ardor de la herida en su hombro, no era nada grave, la bala sólo lo rozó.
Lía se inclinó hacia él y empezó a morder su oreja de manera seductora.
Antes de que pudieran empezar algo, escucharon un sonido que creyeron era un disparo, Tad ya tenía el arma en la mano cuando vio que a la distancia se acercaba un viejo tractor sacando humo negro y tronando por todos lados.
Lía rio y se abotonó la blusa.

— ¿Lo asaltamos? —le dijo ella, Tad la miró y se preguntó cómo era que él estaba con ella si a veces podía ser tan tonta, luego vio su escote y se le pasó.
—No, no ves lo viejo que está el tractor, es sólo un pobre granjero, pero tal vez nos diga dónde está el pueblo.

— ¡Hey, alto! —dijo Tad ahora parado en medio del camino y agitando los brazos para que el hombre en el tractor lo viera.

—Que tal jovencitos —dijo el hombre del tractor. Lía se había bajado del auto también y el hombre no pudo dejar de ver cuán corta era su falda.

—Oiga, puede decirnos dónde está el pueblo, nuestro auto se quedó sin gasolina y—
El granjero había dejado de mirar las piernas de Lía y ahora miraba hacia el cielo como si estuviera esperando que algo cayera de ahí o si estuviera calculando qué hora era.

— ¿Se-Señor? —dijo Lía.

—Perdón, es que mi reloj se detuvo y estaba tratando de pensar cuánto más queda de sol. Por lo del toque de queda.

— ¿Toque de queda? —dijo Tad. Vio la pequeña mancha de sangre en su camisa y la cubrió con su mano, no quería matar a nadie más hoy, un policía era suficiente, pero si el viejo sospechaba de algo...bueno...

—Sí, bueno el pueblo tiene un toque de queda a las seis y no quisiera estar afuera.
— ¿Por qué? —preguntó Lía y notó una extraña sombra que pasaba sobre el rostro del viejo. El hombre no respondió.

— ¿Y el pueblo está muy lejos? —le preguntó Tad y la sombra en el rostro del hombre se esfumó.

—No, está a unos cuantos kilómetros, los llevaría pero mi viejo tractor ya no soporta mucho peso y no quisiera que los tres nos quedáramos a medio camino.

—Está bien, creo que podemos caminar —dijo Tad y notó que el hombre estaba viendo los agujeros en los vidrios y puertas del auto. Los tres se quedaron en silencio por un rato y Tad estaba a punto de sacar el arma cuando el granjero suspiró y dijo:

—Bueno, tengo que irme, recuerden...no se queden más allá de las seis de la tarde, creo que pueden rentar un habitación si se quedan más tiempo, pero si no, váyanse antes.

Ni Tad ni Lía dijeron algo, el hombre ajustó su sombrero y caminó de vuelta al tractor.
Ambos lo vieron alejarse con los mismos ruidos descompuestos y la tóxica nube negra.
Después de un rato empezaron a caminar.
Lía miró al cielo y se preguntó qué hora era.

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El pueblo se llamaba «El valle de las piñas» lo cual tenía tanto atractivo como una casa sin baño. Pero al menos tenía gasolinera.

Eran las 4:30 pm, eso fue prácticamente lo primero que Lía le preguntó a uno de las pocas personas que caminaba por las calles.
Tad nuevamente quiso golpearla, ellos no tenían que hablar con nadie más, sólo debían conseguir un bote de combustible, volver al auto y largarse, pero no le dijo nada, Lía parecía inquieta.

— ¿Qué pasa? —le preguntó.
—No, nada, sólo…creo que mis estoy teniendo mis malditos días.

Tad giró los ojos y pensó: «Mierda, lo último que quiero es conducir cientos de kilómetros fuera de este estado estando al lado de una diabla irritada y sangrienta»
Se la imaginó como una diabla con lengua viperina y todo y eso le sacó una ligera carcajada.

— ¡Mira, ahí está la gasolinera!
El pueblo era bastante grande y de hecho parecía estar «actualizado». Habían tiendas de electrónicos, restaurantes y hasta un pequeño cine. Por la apariencia del granjero Tad había imaginado que el pueblo sería como los que aparecen en las viejas películas del oeste, con cantinas con puertas que se abren a los lados, burdeles y caballos esperando afuera a que sus dueños con botas y espuelas salieran completamente ebrios. Aun así, el pueblo era…callado; los televisores pegados a los escaparates estaban apagado y varios meseros estaban quitando los manteles de las mesas como si ya no creyeran que podrían servir algo.

—Buenas tardes —les dijo el hombre tras el mostrador — ¿En qué les puedo ayudar?
El hombre parecía nervioso y Tad pensó que era porque él aún tenía la mancha de sangre en su hombro, pero cuando vio al hombre más de cerca notó la misma sombra que se había asomado en el rostro del granjero.

—Uh, buenas, necesitamos gasolina, nuestro auto se quedó a unos cuantos kilómetros.

— ¡Oh, que desgracia! —dijo el hombre. No tendría más de treinta años pero su cabello mostraba unas feas canas, como si no hubieran sido causadas por el paso del tiempo sino más bien por un tremendo susto. Tad no creía que eso pudiera pasar, pero el hombre parecía estar al borde de la locura.
Lía estaba esperando afuera, ella también había notado la extraña desolación en las calles y las pocas personas que aún compraban, lo hacían con una prisa que hacía creer que se acercaba un huracán.

— ¿Y ya tienen dónde quedarse? Digo, ya van a ser las seis y no quisiera que estuvieran aquí en el toque de queda. —El hombre se fue a la parte trasera de la tienda antes de que Tad pudiera responder. Cuando regresó traía un bote rojo lleno de gasolina y cuando lo puso sobre el mostrador, Tad notó que el tipo esperaba la respuesta.

—Uh, no realmente, pero deben ser como las…uh—
—Cinco y cuarto —dijo el tipo sin mirar el reloj.
— ¡Cinco y cuarto! —dijo Tad realmente sorprendido, el tipo anterior les había dicho cuatro y media y ellos no habían estado tanto tiempo en el pueblo como para que hubieran pasado ya cuarenta y cinco minutos. «El tipo ni vio el reloj, tal vez está mal, tal vez calculó el tiempo mirando al cielo como el granjero».
Tad sonrió y sacó el dinero, no tenía tiempo para seguir hablando con ese loco.
—No importa, ya nos vamos, nos tomará menos de media hora regresar al auto e irnos. Pero gracias.
El sujeto asintió y tomó el dinero. Entonces como si Tad ya no estuviera ahí, empezó a guardar todo. «Una gasolinera que cierra a las seis, este pueblo se irá a la quiebra pronto».

—Mira…—le dijo Lía cuando Tad le mostró el tambo de gasolina.
Ella le señaló la tienda del otro lado de la calle. Era una tienda de antigüedades con todo tipo de cosas. Cosas que se veían valiosas.
—No creo que debamos, ¿y si nos atrapan? Mejor vámonos, además con todo el dinero que robamos tenemos para varios meses.
Tad notó que el nerviosismo había dejado de molestar a Lía, ahora ella tenía puesta su máscara de ladrona. Eso lo excitaba.
—Este pueblo estará muerto después de las seis, mira lo callado que ya está. Esperamos, entramos y nos largamos, creo que sólo una de esas pequeñas lámparas vale miles.
—Sí y creo que la gente aquí no se molesta en guardar bien el dinero. —Tad lo dijo porque había visto con cuanto descuido el hombre del mostrador ponía su billete en la caja.
Ambos estaban emocionados ahora. Además, si todo salía bien, no sólo conseguirían más dinero, pero al llegar al auto después de un asalto, Lía estaría encendida y lista para todo. Aun si lo hacían en la parte trasera del auto.
        Caminaron un poco más, buscando un buen lugar para esconderse y esperar, el pueblo se hacía cada vez más callado. No parecía haber policía.
Tad se preguntó quién se encargaba del toque de queda y el por qué lo tenían.
Un extraño escalofrío subió por su espalda, pero antes de prestarle más atención, Lía lo jaló a un sucio y alejado callejón, perfecto para esperar.
Ahí Lía jugó con él y Tad olvidó lo que había estado pensando.

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— ¡Ja, mira todo esto! —dijo Lía y Tad pensó en decirle que se callara, pero no tenía caso, eran las seis y cinco y el pueblo parecía haberse tornado en un pueblo fantasma.
Todos los locales estaban cerrados, la gasolinera estaba oscura y las bombas parecían estar cubiertas de varias capas de polvo, algo que Tad no había notado pues el hombre del mostrador ya tenía la gasolina «empacada» y lista.
Tad esperaba que después de las seis verían alguna patrulla recorriendo las calles pidiéndole a la gente que se metiera en sus casas, pero no hubieron patrullas, nadie estaba afuera y era obvio que ningún tonto adolescente se iba a atrever a violar el toque de queda.
Cuando salieron del callejón para caminar hacia la tienda de antigüedades, Lía estaba pegada a él como una niña aterrada. A pesar de que las luces en los postes alumbraban bastante, el silencio era completamente perturbador.

Habían quebrado el vidrio de la puerta y pensaron que una alarma sonaría, pero nada.
Entraron y Tad tuvo que mirar varias veces sobre su hombro para asegurarse de que no había nadie parado en medio de la calle.

La caja no estaba segura ni nada, y lo más curioso era que en lugar de billetes había puñados de monedas de oro y plata.

— ¡Huy! —dijo Lía mientras jugaba con las monedas, eran auténticas y se veían nuevas a pesar de que era obvio que eran muy antiguas.
Era como si todo el pueblo fuera una mezcla entre el pasado y el presente. La gente tenía tecnología pero el miedo que ellos habían visto en sus rostros era el miedo de alguien «asustado» no por violar el mentado toque de queda pero por «sufrir» un castigo peor que la cárcel.
Lía encontró una bolsa y empezó a meter todas las monedas que pudo.

—Listo ¡vámonos! —le gritó a Tad que seguía mirando a la calle, como si esperara ver a un puñado de oficiales saliendo por cada esquina, listos para matarlos a quemarropa.

Salieron de la tienda y cuando empezaron a correr ambos se fueron de cara contra el pavimento.
La bolsa de monedas voló y las cientos de monedas de oro y plata quedaron esparcidas, varias de ellas se fueron por el drenaje.

— ¡Qué carajos! —dijo Tad.
Tanteó el suelo y sintió una viscosidad entre sus dedos. Miró hacia arriba y notó que el cielo estaba negro como si fueran las nueve de la noche en lugar de pasado las seis. Miró un poco más mientras Lía trataba de levantarse, la negrura no era la negrura de la noche, era algo que cubría el cielo, tapando las estrellas y las nubes, era—

Lía soltó un tremendo grito.
Las luces de los postes eran más brillantes, demasiado, como si una enorme corriente estuviera pasando de repente por todo el alumbrado. Muchos de los focos estallaron dejando una lluvia de chispas y cristal.
El brillo era enfermizo y las sombras de Tad y Lía casi desaparecieron.

El concreto tenía un brillo ligoso     y transparente como si todo estuviera barnizado con baba.

— ¡Tad! —gritó Lía y Tad vio finalmente la razón por la que había gritado de tal forma.
Lía estaba burbujeando.
Unas horribles burbujas se formaban debajo de la piel de Lía, deformándola completamente.
Tad se quedó inmóvil en el suelo pegajoso mientras su amada trataba de gritar más y más.
Su largo cabello castaño se cayó y Lía se convirtió en un adefesio grotesco. Sus ojos se hundían entre los bultos que se inflaban y se desinflaban como las burbujas de agua borboteando.

Entonces él lo sintió.

Un cosquilleo en sus pies y manos como mil hormigas sobre él. Sus entrañas se retorcieron con el peor de los calambres y su visión se empañó. Su cara estaba burbujeando.
Lía gritaba ahogadamente y cuando Tad pudo volver a ver—al menos por ahora—vio como Lía estallaba como un globo, desparramando todo por toda la calle.

—Buuiiiub Gaauuugaagh —fue lo único que Tad pudo sacar mientras sus líquidos salían por todos lados.

Hubo un segundo ¡BUP! Y Las luces volvieron a su brillo normal.

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Dos días después el granjero pasó al lado del polvoriento y agujereado auto.
Se detuvo, echó un vistazo y notó varias bolsas debajo de los asientos.
Las abrió, miró a su viejo pero fiel tractor y dijo:
«Bueno amigo, hoy tendrás nuevas llantas. Y tal vez un nuevo motor»

Eran las diez de la mañana.


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