El Armario

Lucy miró desde el corredor el enorme armario en la habitación de sus padres; el mueble ocupaba una pared entera y de seguro mataría a cualquiera que le cayera encima.

«Jamás entres a nuestra habitación» le había dicho su padre una vez cuando ella había estado cerca de abrir las puertas de aquel inmenso mueble. Su padre la había agarrado del brazo y la había girado para verla a la cara. El ardor que sintió en su brazo no fue tan fuerte como el ardor que ella vio en los ojos de su padre.

Había obedecido bastante bien esa orden, al final, los ruidos simplemente se habían detenido. Pero los ruidos habían comenzado otra vez.

Lucy tenía que saber.


«¿Aceptas el reto, Lucy?» Le dijo Tadeo.

Al ser una niña solitaria, Lucy usaba sus «otras voces» para entretenerse en sus muchos ratos de ocio.


—¡Acepto! —dijo Lucy y se sorprendió al ver que lo había dicho en voz alta.


En su imaginación, que era muy activa, ella vio como la habitación se encendía con una parpadeante luz roja y como una horrible sirena la hacía taparse los oídos. Imaginó que su padre salía de un rincón y la tomaba del brazo con más fuerza. Un par de ojos rojos la agredían y la maldecían.


Claro que no hubo alarma, y su padre no salió de ninguna parte, él de seguro aún estaba en el supermercado. Lucy dio otro paso y entró finalmente en la habitación. Estar ahí era como estar en un templo prohibido, maldito. Toda lucía enorme y frío. «La montaña helada» pensó al ver la cama con sus sábanas blancas.

La ilusión se rompió cuando las puertas del armario empezaron a agitarse suavemente desde adentro. Lucy se quedó congelada, con sus manos cerradas en un puño y con la boca abierta.


Las pesadas puertas del armario se agitaban y Lucy pudo oír un ligero  «gaaagh»

Las cortinas que cubrían la ventana abierta se agitaban con la suave brisa y Lucy pensó que eran las manos de un fantasma. Los ruidos y los gemidos cesaron y la casa quedó quieta nuevamente.



Abajo en la sala, el reloj cucú que había pertenecido a su abuela, marcaba el tiempo, indiferente al miedo de aquella niña.

«Vamos niña...» decía Tara con su típica voz maternal, «…regresa a tu cuarto, no vale la pena-»

«¡No!, debemos saber…» dijo Tadeo. Sonaba tan real, Lucy pensó que ninguna de sus voces había sonado tan «viva» como lo hacían ahora.

«…si no lo haces hoy no lo harás nunca. Además, los ruidos son más débiles. No querrás intentarlo cuando los ruidos sean fuertes como lo fueron hace tres semanas.»



Tara y Tadeo siguieron discutiendo como dos adultos en la cabeza de Lucy, ella logró ignorarlos lo suficiente para enfocarse en aquel enorme mueble de roble oscuro.

«El guardián muerto» pensó y se acercó para abrir las puertas…



Estando tan cerca de las puertas Lucy pudo sentir un ligero olor húmedo. «Huele a perro mojado» decía su madre cada vez que entraba al cuarto de Lucy cuando Lucy estaba jugando con su perrito.

«Huele peor que un perro mojado…huele a perro muerto» dijo Cinthia. La cínica.



Lucy giró las llaves y su corazón se detuvo al escuchar el clic. Un ligero rasguño rozó la puerta derecha.

Giró las perillas y ambas puertas se fueron abriendo lentamente. «La tumba se abrió y la gran exploradora Lucy se convirtió en piedra ante la maldición de-»


— ¡CÁLLATE! —gritó Lucy entonces el aroma la golpeó en la cara.

La humedad era fuerte, como quitarse una playera mojada, meterla en una gaveta y no volverla a sacar hasta después de un mes.

Lucy dio dos pasos hacia atrás, se tapó la nariz y se quedó mirando la oscuridad que habitaba aquel mueble. Había un par de camisas blancas viejas de su padre, las mangas eran amarillentas y roídas por ratas. Eran las vendas putrefactas de una momia.



Algo se movía entre la ropa, iba saliendo poco a poco de la oscuridad y la rancia humedad.

—GAAAAGHH —escuchó Lucy y dio dos pasos más atrás.

Pensó que era una momia, pensó que era un zombi.

Era una niña.



Sus retorcidas manos, que no eran más que piel en hueso, se hicieron paso fuera del armario. Las uñas se habían caído y en su lugar sólo habían parches oscuros y amarillentos.

Lucy quería correr pero sus piernas estaban en otro mundo. Ella era nada más que una cabeza llena de helio, flotando en una catacumba.



—Gaaa… —dijo la pequeña monstruosidad.

Salió gateando lentamente, apoyándose débilmente sobre sus brazos quebradizos; asomó la cabeza, Lucy observó los parches morados en el calvo cuero cabelludo. Sus ojos estaban hundidos en una negras cuencas, ojos que no habían visto luz desde quién sabe cuándo.



— ¡A-a-ayyy… —dijo la niña que tendría no más que nueve años. Al igual que Lucy.

La mitad de su cuerpo estaba fuera del mueble, revelando un cuerpo tan desnutrido y maltratado como los restos que dejan los buitres después que devoran un cadáver en la carretera.

La habitación empezó a «cambiar» no realmente, pero en la mente de Lucy, la habitación de sus padres empezó a estremecerse como si una trampa hubiera sido activada en una tumba egipcia. Las paredes empezaron a volverse negras y rocosas y el suelo empezó a cubrirse con moho de varios colores, del techo caían trozos de piedra y arena y un enjambre de enormes bichos negros se escurría fuera de la boca abierta del monstruo que era el armario. Lucy caminó hacia atrás, estaba al borde de desmayarse, pero no quería hacerlo ahí, no quería quedar atrapada en esa tumba con…ella.

Sintió con su pie la puerta y entonces tomó la perilla, salió de la habitación dando un vistazo a la decrépita creatura que se arrastraba hacia ella. Escuchó un «crack» y la niña cayó de cara al piso. «¡GAAAAGHH!» fue lo último que escuchó antes de cerrar la puerta y caer desmayada en el corredor. A lo lejos, una llave estaba siendo metida en la cerradura de la puerta principal.





«Si, es orina» decía Cinthia.

«Shhh, déjala dormir…» decía Tara, «…la pobre ya tiene muchos problemas, déjala en paz aunque sea un rato»

«¡Ja! ¡Un rato!» dijo Tadeo, «algo me dice que tendremos mucho tiempo para dejarla en paz»

Las voces siguieron discutiendo alrededor de una mesa imaginaria como importantes ejecutivos en la «Gran compañía cerebral de Lucy»

Lucy despertó y sólo vio oscuridad. Pero no fue eso lo que la aterró, fue el aroma. O el hedor, mejor dicho.

¿Qué era?, no era completamente sudor, no, era la mezcla de algo. Sí, Cinthia tenía razón. Era orina.

Se enderezó y se dio cuenta de que no podía mover sus brazos ni piernas. Estaban atados. Algo rozó su cara, cosquilleándola de manera macabra, como los dedos fríos de un fantasma o las vendas pútridas de una momia.

— ¿P-Padre? —dijo y cada palabra le produjo dolor intenso en la garganta.

— ¡Papá! —gritó mientras trataba de soltarse y salir de… ¿de dónde?

Entonces recordó todo, recordó el pálido y esquelético cuerpo que salió del armario. Recordó los dedos torcidos y manchados con sangre seca de donde las uñas alguna vez habían crecido. Recordó la tumba que era la habitación de sus padres.

— ¡PADRE, PAPÁ, PAPÁ PAAAPÁAAA!

Empezó a agitarse violentamente contra las duras paredes de madera, las mangas tiesas y malolientes de tela sobre ella la acariciaban maliciosamente.

Entonces un haz de luz le llegó a los ojos. La luz venía de una pequeña abertura en la puerta. Lucy se quedó quieta, en un instante había un par de ojos enrojecidos y llenos de una ira enfermiza, claramente los ojos de un loco. Lucy cerró los ojos para no ver esa terrible mirada que parecía querer convertirla en piedra.

—Debiste hacerme caso Lucy. —dijo la voz.

—Ojalá me hubieras escuchado…pero no…

El agujero en el armario se cerró y Lucy quedó en completa oscuridad. La pequeña se retorcía y se golpeaba contra el mueble que apenas se movía, se golpeó la cabeza hasta sentirse mareada y hasta sentir cómo algo escurría por su frente. El tiempo dejó de importar.

Lucy se dedicó a soñar; soñaba que Tara estaba con ella y que la llevaba a su habitación para leerle un cuento y dejarle galletas en la mesita de noche. Sonó…soñó…cuando despertaba se agitaba y gritaba hasta que su voz era ronca y su garganta le ardía…luego dormía otra vez.

Afuera, en el pasillo, el mueble se agitaba de vez en cuando. Con fuerza al principio y con agónica debilidad al final.

La única diferencia era que esta vez, nadie abriría las puertas del armario. Nadie aceptaría ese reto.


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