Miedo, risas, amor y maldad en el cuarto de la muerte.




Lo único que Manuel podía percibir mientras tenía la cabeza cubierta por ese sofocante saco negro era la voz de aquella mujer. La voz era fuerte y con un toque de masculinidad. Sexy en cierto sentido.
  -Muy bien, empecemos. El primero es, humm, Arturo Córdova, treinta y dos años, se le acusa de espionaje -decía la mujer, Manuel podía escuchar el tacón de sus zapatos en el pavimento, ella estaba caminando alrededor de aquel hombre.
  -¿Hay algo que quiera decir? -dijo la mujer a aquel desconocido. Durante todo ese tiempo una imagen llenaba la cabeza de Manuel; una imagen que lo llenaba de profundo terror. En ella, él veía a aquella mujer y la veía hermosa, vestida con un traje negro que hacía resaltar cada una de sus curvas. Todo estaba bien hasta que Manuel veía sus ojos de lagarto; ojos grandes y amarillentos con una raya negra vertical en medio. Claro que todo estaba en su imaginación, él jamás había visto a la mujer, todo el tiempo él había estado amarrado y con los ojos cubiertos.
  -No tengo nada que decir -dijo el hombre resignado.
  -Ahora -dijo la mujer a uno de los guardias.
Por un terrible segundo, Manuel pensó que el disparo había sido para él, podría jurar que la bala pasó por su cabeza atravesando su cerebro, podía sentir el calor. Pero él seguía vivo, de rodillas sobre el duro pavimento y viendo no más que la negra tela sobre su cabeza. Luego escuchó el sonido del cuerpo cayendo al suelo como un saco de papas. Y luego el sonido del cuerpo siendo arrastrado fuera de la habitación.
  -Siguiente -dijo la mujer lagarto, sus palabras haciendo eco en la habitación.
Manuel pensó nuevamente que era a él a quién le hablaba, no sabía cuántos más estaban junto a él, podía escuchar unos cuantos gemidos a su lado, pero no podía saber nada más.
  -José Francisco Melares, cuarenta años, acusado de espionaje. ¿Tiene algo que decir?  -La mujer lagarto seguía cambiando una y otra vez en la mente de Manuel, ahora no sólo tenía los ojos salvajes de un lagarto, sino que también tenía unos enormes cuernos en su frente, los cuernos estaban enrollados como los de un carnero y dentro de los zapatos negros no habían pies humanos pero un par de pezuñas de cabra. Manuel imaginaba a los guardias igual de aterrados que los condenados, pensando en usar sus armas contra la mujer lagarto pero demasiado aterrados para actuar.
  -P-p-por fa-favor les p-pido piedad -dijo José Francisco Melares de cuarenta años. ¿Cuántos hijos dejas? se preguntó Manuel. ¿Cuántos seres queridos dejamos todos atrás?
  -¿Piedad? -dijo la mujer lagarto con un tono indiferente y luego empezó a reírse, unos de los guardias tosió incómodo. Ahora él veía una enorme lengua viperina saliendo de su boca mientras se carcajeaba.
-Jamás hubo piedad en este mundo -le dijo y segundos después el sonido del arma se escuchó de nuevo y el aroma a pólvora llenó sus fosas nasales haciéndolo sentir aún más sofocado en esa maldita bolsa. Otro cuerpo cayó y otro cuerpo fue arrastrado. Pudo sentir que sus rodillas se empapaban con algo, no sabía si era sangre u orina. Tal vez era ambos.
“Es mi turno, de eso estoy seguro” pensó Manuel, tal vez eso era mejor. Él no sabía cuánto más podría estar en esa posición de rodillas y con sus manos amarradas tras su espalda, todo mientras la mujer lagarto seguía mutando en formas cada vez más horrendas.
-Pablo Solorzano Gonzales Pae -dijo la mujer con su voz fresca. El corazón de Manuel se detuvo y si no hubiera tenido la bolsa puesta, los guardias habrían visto como sus ojos casi saltaban fuera de sus cuencas.
  -Veinte años, acusado de espionaje -dijo la mujer lagarto, ¿Por qué se molesta en leer nuestra edad y nuestros cargos? Todos estamos aquí por lo mismo, y a todos no tirarán en una fosa. Así que ¿Por qué tanta estupidez? bien podrían dispararnos a todos al mismo tiempo y así ahorrarse todo esta estupidez.
  -¿Tiene algo que decir?
  -Si -dijo Manuel aclarando su garganta, en su mente no le estaba hablando a una mujer ni tampoco a un lagarto, ahora estaba hablando con la esposa del diablo; su cara alargada como la de un caballo con unos ojos rojos y ardientes, sus cuernos decorados con las argollas de matrimonio de todas sus otras víctimas, una larga y negra barba que llegaba hasta su cintura, al final de la barba (amarrada con el cabello mismo) una cruz invertida. Los guardias no eran humanos tampoco, eran ángeles que habían pensado que desafiar a Dios sería divertido, pero que ahora pasaban sus días arrepintiéndose mientras eran forzados a ver como la sangre se derramaba en aquel escondido lugar una y otra vez.
  -Mi nombre no es Pablo Solorzano Gonzales Pae, ese nombre me fue dado como segunda identidad. Mi verdadero nombre es Manuel Alfredo Hernández Ruñiga. Y no le tengo miedo a sus ojos de diablo.
Esa última oración pareció salir como aguar hirviendo por su garganta, Manuel no se había dado cuenta que él ya no tenía la bolsa apestosa sobre su cabeza, él simplemente había permanecido con sus ojos cerrados mientras imaginaba a la mujer diablo frente a él.
  -¿Qué? -dijo la mujer, ella estaba inclinada frente a él casi como si quisiera besarlo. Los guardias se vieron unos a otros confundidos. Entonces ella empezó a reír. Era una vivaz carcajada y al rato los guardias rieron también. Era el mejor chiste de la historia.
  -¿Yo tengo ojos de diablo? JAJAJAJA, ¿quién te dijo eso, mi ex esposo? -Más carcajadas salían de la mujer. Si la sangre de Manuel no hubiera estado congelada por el pánico, su rostro se hubiera sonrojado. Esa no era situación para bromas, dos hombres habían muerto después de días de tortura, él mismo lo sabía, había perdido cuatro dedos, dos de sus manos y dos de sus pies mientras ellos buscaban la información que él sabía. También tenía marcas profundas en su espalda de cuando lo habían azotado con látigos que parecían haber estado cubiertos de espinas en llamas.
No, eso no era para reírse. Aun así la mujer diablo parecía estar gozando.
  -¿Eso es todo lo que vas a decir? -le preguntó ella tratando de recobrar el aliento -¿No vas a decirme que te arrepientes o que me vaya al infierno? -preguntó, las risas se habían apagado del todo ahora.
  -No -dijo Manuel abriendo los ojos. No había visto mucha luz desde hacía días, así que sus ojos sintieron como si les hubieran arrojado sal al instante en que los abrió. Finalmente las formas se aclararon y el vio todo finalmente. Vio a la mujer alta y sin busto frente a él, su uniforme era un gris pálido y gastado, su cabello era pelirrojo y más corto que el suyo, sus ojos tenían un simple pero profundo color café. Lo único atractivo en ella eran sus labios gruesos que aun sin estar pintados tenían el color de unas fresas maduras y jugosas. ¿Qué carajos me pasa? pensó Manuel mientras sus ojos seguían fijos el uno al otro. Los guardias tenían una enorme máscara de confusión. ¿Qué es esto una novela? pensó Manuel.
Entonces él empezó a reírse. Primero sus labios temblaron ante la inevitable ola de risa que venía subiendo por su garganta y luego estalló, la carcajada más pura y alegre de su vida, ni siquiera de niño había sentido tanta diversión. Su visión se volvió borrosa mientras su ojos se llenaban de lágrimas. La sangre se había descongelado y ahora podía sentir como sus mejillas se enrojecían como cuando llegaba a casa después de haber jugado fútbol toda la tarde. La mujer (que no era ningún lagarto o ningún diablo) se quedó boquiabierta y los guardias intercambiaron una mirada tan cómica que sólo lo hicieron reír aún más. Manuel se fue de espaldas cayendo sobre sus manos adormecidas y sintiendo que sus muñecas se iban a partir, pero no importaba. No tenía sentido y Manuel quería detenerse, pero la risa salía de él como el agua de una tubería rota.
  -Basta -empezó a decir la mujer. -Basta -pero Manuel sólo reía con más fuerza, su decrépito cuerpo se retorcía en el suelo y creyó que sus entrañas se saldrían hasta por su nariz.
  -¡BASTA MALDITA SEA!
Manuel vio a todos lados y vio la sangre en el pavimento, el aroma a orina era real. También el aroma a muerte. “Piedad” “P-p-por fa-favor”  “Jamás hubo piedad en este mundo” “Ella no tiene cuernos, tampoco tiene cola o patas de cabra, su cabello es rojo y no tiene ningún crucifijo invertido colgando de una barba negra” “Ja, ella es hermosa de manera brusca, parece más hombre que yo, pero Ja es hermosa”
  -No tiene nada más que decir que reír como un maldito maníaco. ¿Listos?
El guardia elegido para la tarea preparó su arma, sus ojos aterrados por aquella demencial situación.
  -No JAJAJA USTED, YO, JAJA, ELLOS, MALDITA SEA. CREO QUE LA AMO, Y CREO QUE USTED TAMBIÉN, PERO NO LO DIRÁ PORQUE YO SOY UN ESPÍA Y USTED UNA ASESINA. ADEMÁS NO CREO QUE ESTE LUGAR SEA EL MEJOR PARA DECÍRSELO. CON TODA ESA SANGRE JAJAJAJA.
El guardia esperaba la orden, los otros decidieron ver a sus pies y así evitar la incomodidad que aquellas palabras le causaban a la mujer, a su jefa. Tal vez era un gas o algo que estaba causando tal locura. La mujer vio al hombre en el suelo. Finalmente ella se puso de rodillas y lo jaló de su mugrienta camisa para sentarlo. El hombre finalmente se calló, su rostro rojo e hinchado por todas las lágrimas. Su cabello estaba manchado por la sangre del hombre antes de él.
Entonces algo pasó que ninguno de ellos esperaba. “La mujer diablo” se inclinó y lo besó y él la besó de regreso.
Una ligera sonrisa se dibujó en el rostro del guardia armado. Pero eso no era una novela romántica. Al final no hubo necesidad para él de disparar.
Mientras ambos seguían unidos por los labios en aquel raro pero apasionado beso, el rostro del Manuel empezó a tornarse negro. Sus ojos se abrieron y una sombra se movía tras ellos. Su cabello, aunque muchos lo negaron durante los años siguientes para no perder la poca cordura que les quedó desde aquel día, se blanqueó y empezó a caerse como las hojas de un árbol muerto, era como si un feroz cáncer hubiera carcomido su interior en un instante. Ella seguía besándolo y ellos podrían haber jurado que su cabello rojo estaba brillando como metal siendo atravesado por una intensa corriente eléctrica. Nadie podía moverse, nada tenía sentido. Para ellos la rutina se basaba en tortura y finalmente en asesinato si no podían conseguir lo que querían. Pero aquello simplemente no tenía sentido, era como una especie de demencia colectiva los hubiera afectado de repente. El maldito cabello rojo de la mujer brillaba con intensidad mientras la piel de aquel lunático se podría. La mujer diablo finalmente lo soltó, era como una sanguijuela que finalmente deja de succionar la sangre de su víctima.
  -Oh Jesús -dijo uno de los guardias, pero nadie lo escuchó porque Manuel había empezado a gritar, gritaba como un demente, el cabello rojo de la mujer diablo se fue apagando, de su cabello salía humo y un ligero aroma a quemado. Manuel seguía gritando, sus ojos bien abiertos y su piel negra como si tuviera la peor de las gangrenas. La mujer sonrió y de su boca salió fuego, al menos así lo creyó el guardia que se supone debía encargarse de él. Pero quien sabe.
De una forma u otra, Manuel estalló en llamas en unos segundos, sus gritos agonizantes llenaron la habitación y ninguno de los otros guardias pudo moverse. Manuel se retorcía en el suelo como cuando se había estado riendo, excepto que ahora era de un dolor tan puro que parecía mentira. El fuego no parecía extenderse a nada más, sólo se dedicó a él y sólo a él. Un fuego que olía a azufre y que parecía estar vivo y hambriento por carne humana.
 -¡AAAAAAAAAGHGAAAA DIOOOOS AAAGGGH! -gritaba el hombre en llamas mientras enormes llagas explotaban en su piel negra.
 -Por favor -dijo el guardia, su cordura estaba colgando de un hilo.
 -Aaah, muy bien. -dijo la mujer diablo, algo se movía en su boca, tal vez era un gusano o algo peor. Dios, no quiero saber, pensó el guardia mientras levantaba el arma con su mano entumecida.
El hombre apuntó el arma y disparó terminando con toda esa locura.
Otro guardia trajo agua y una sábana y cubrió el cadáver deformado de Manuel. La mujer diablo se levantó y ellos pudieron jurar que ella lucía diez años más joven. Sus labios se veían sensuales, incluso había ganado más busto. Un aroma dulce salía de sus poros mezclándose con el aroma a carne y cabello quemado. Más la orina y sangre de los otros que habían, a pesar de todo, muerto de mejor manera.
El trabajo del día estaba hecho. Se llevaron el cadáver y limpiaron el lugar con cloro. A ella no le gustaba ejecutar si no se había limpiado la sangre del día anterior.
  -Bien, eso fue extraño. -dijo la mujer diablo mientras fumaba un cigarrillo. Nadie dijo nada, no querían de todas formas.


En la noche, cuando todo estaba apagado, Izmael pensó en todo, pensó en los ejecutados, pensó en sus compañeros y pensó en ella. ¿Qué carajos habían visto? “mujer diablo, ojos amarillos, barba negra y cruz invertida, patas de cabra y cabeza de caballo” las palabras flotaban en la oscuridad de su alcoba. Su arma aferrada a sus brazos. Asesinar jamás le había quitado el sueño, era como si él hubiera nacido para eso. Pero esa noche pensó en cada uno de los ejecutados con su arma. Habían sido 39. Luego pensó en Dios y en el Diablo.
“Oh Dios, creo que la amo” pensó Izmael. Pero eso no tenía sentido. Una risa empezó a subir por su garganta. Sin encender la luz, puso sus manos en el gatillo de su arma y sintió el frío metal en su boca. El olor a pólvora casi lo hacen estornudar. En lugar de eso cerró los ojos pensando: “Qué carajos pasó”
La pistola se disparó por segunda vez ese día.

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