Las muñecas de mamá



Era obvio para todos nosotros que nuestra madre siempre había querido tener una hija, podías verlo en su rostro cada vez que una pequeña pasaba frente a nosotros camino a la escuela, ella trató cinco veces, y sólo nos tuvo a nosotros; cinco varones revoltosos. Yo fui el último. Muchos dicen que tres intentos son suficiente. Pero mi madre trató y trató. Yo fui su última decepción.
No odié a mi madre, es más, entre más crecía más entendía que a veces simplemente no puedes tener la familia perfecta que se ve en la televisión, mi madre nunca fue cruel o despreocupada conmigo, pero hablar con ella resultaba simplemente incómodo, era como conversar con una mujer que está junto a ti en el banco.
Mi padre tampoco era muy cariñoso que digamos, pero hay que admitirlo, tener cinco varones revoltosos peleándose todo el tiempo era cansado, el dinero no era problema, no teníamos de sobre, pero la casa era propia y eso era bastante.
Mi padre murió cuando yo tenía ocho años, sufrió un derrame cerebral que lo mantuvo en el hospital por un par de días hasta que finalmente dejó de respirar.
La relación entre mi madre se fue haciendo cada vez más distante, sólo teníamos una que otra conversación a la hora del desayuno, luego yo me iría a la escuela y ella se quedaría sola en casa.
Cuando yo tenía once, una familia se mudó a la casa de enfrente; la casa había estado abandonada por dos años ya y los dueños no se habían preocupado mucho en mantenerla protegida de las lluvias. Aun así, los Ramírez se mudaron. Eran una familia de bajos recursos; mamá, papá y Catherine. Catherine era sólo un año menor que yo. Era una niña muy bonita ahora que la recuerdo, claro en ese entonces las niñas no me interesaban en lo más mínimo, pero Catherine era muy bonita; su piel morena clara adornada por unos ojos color miel. Su cabello siempre trenzado con un par de moños amarillos.
La vida puede ser bastante injusta. Verán, a la madre de Catherine no podría haberle preocupado menos los andares de su pequeña y única hija, por suerte mi madre estaba ahí para ella. No recuerdo cómo es que Catherine empezó a relacionarse con nosotros, al ser niña no la invitábamos a jugar a la guerra con nosotros. Pero siempre estaba junto a nosotros, vistiendo siempre de manera colorida. Sólo tenía como tres vestidos, pero siempre se les veía brillantes. Mi madre la adoraba, ya sabrán por qué. Yo podría haberla odiado por tener el amor que mi madre nunca me dio de manera natural, pero no la odiaba. Cuando ella estaba cerca, incluso cuando no, mi madre tenía una sonrisa en su rostro, desde la muerte de mi padre, mi madre no había hecho pastelillos ni nada dulce. Con Catherine, eso pasaba casi todos los días. Yo estaba agradecido con Catherine, a mis once años entendí que a veces lo importante es ver a tus padres felices, aun si eso significaba que mi madre me dejara aún más atrás en su lista de “qué es importante”.
Para cuando tenía trece años, Catherine se había vuelto casi nuestra hermana menor, hubieron días en los que ella se quedó a dormir en nuestra casa, no que a sus padres les importara mucho que digamos.
Un día, Catherine llegó llorando a casa, mi madre le preguntó qué pasaba y Catherine le dijo que el dinero que ella había estado ahorrando para su vestido para el carnaval de la escuela había desaparecido. Yo estaba viendo televisión cuando mi madre me dijo que ella y Catherine irían de compras y que volvería pronto.
Se fueron por algo más de tres horas, no es que me importara, pude ver televisión toda la tarde.
«Gracias gracias gracias graciaaaas» decía Catherine una y otra vez, los ojos de mi madre contenían un mar de lágrimas. El vestido de Catherine era de un color púrpura oscuro, no recuerdo muchos detalles, pero sí que Catherine se veía aún más linda con él.
«Ahorraré y ahorraré y así se lo pagaré algún día» le dijo Catherine mientras besaba la mejilla de mi madre. «Oh no querida...tú sólo sigue viniendo a la hora del postre y así me lo pagarás» Ambas sonrieron con las miradas fijas la una de la otra.
Como dije, la vida puede ser bastante injusta.
Catherine se fue de vuelta a casa, la tarde era un poco fría y el viento empezaba a soplar con más fuerza. Catherine se despidió de mi madre alzando su brazo mientras corría. Ambos la observamos mientras su vestido púrpura ondeaba al viento.
Catherine fue asesinada esa misma noche.
William Ramírez había sido un ebrio malnacido la mayor parte de su vida. Cuando se juntó con Izabel, eso no cambió. Cuando Catherine nació, él sólo encontró una nueva forma de desahogar los deseos que Izabel ya no sabía saciar.
Cuando el maldito vio el vestido nuevo de su hija, algo pasó. La lujuria se mezcló con la rabia y el exceso de alcohol en su sangre sólo aceleró las cosas de manera sádica. Cuando él llegó a darse cuenta, su hija yacía tendida en el suelo de la sala, el vestido desgarrado por la pelea, el cráneo de su pequeña abierto por el impacto del duro cenicero de cristal. Los ojos de Catherine abiertos y vacíos, apuntando al techo y viendo más allá de este mundo cruel. El bastardo trató de huir junto con su mujer, lograron salir de la colonia solo para ir a estrellarse violentamente contra un muro perimetral, ambos quedaron esparcidos fuera del parabrisas del auto.
Creí que mi madre moriría, la noticia nos impactó a todos, pero para ella fue una tragedia más grande que perder a su esposo por más de treinta años. Sus gritos se escucharon -y aún se escuchan en mi cabeza- por toda la casa. El fin del mundo había llegado para nosotros.
Mamá no se quitó la vida, pero entre más pasaban los días, más obvio se hacía para todos nosotros que ella estaba perdiendo la cabeza. Odio decirlo, pero mi madre se estaba volviendo loca.
No sé cómo empezó ni cómo la consiguió. Pero el día que mi madre llevó a Karen a casa, algo nació en ella, tal vez era bueno al principio. Pero entre más muñecas ella consiguió, más oscura se volvió esa necesidad dentro de ella.
Karen era una enorme muñeca de trapo, no era la típica muñeca, su tamaño se asemejaba al de una niña de cuatro años con cabello de lana negro y abundante, sus ojos eran un par de enormes botones color café, su boca delineada con pintura roja y mejillas rosadas.
La odié desde el principio, un día llegué de la escuela y la vi parada y recostada en el borde de mi cama como una niña llorando. Mi corazón dio un salto en mi pecho. Mi madre me dijo riendo que la había puesto ahí porque estaba limpiando su cuarto y no quería que ella se llenara de polvo.
El comportamiento se hacía cada vez más bizarro, a veces ella me serviría un plato de espagueti que había calentado en el microondas solo para ver como lo escupía debido a que aún estaba helado por dentro. Ella reiría y luego diría “Oh lo siento cariño...” mientras sostenía a Karen en su regazo. Una vez por poco bebo cloro en un vaso que había en el refrigerador. Mamá sólo dijo “Siempre huele las cosas antes de metértelas a la boca, ¿qué no te enseñé eso?” Karen recostada a su lado y prestando atención.
Después de Karen vino Silvia, después de Silvia vino Martha, y luego Paola, Carmen, Cinthia, Rosa, Nidia, Pita, Zeeka, Rita... todas ellas del tamaño de niñas pequeñas entre dos y tres años. Ninguna igual o más grande que Karen. No, Karen era la favorita, esa perra de labios rojos y vestido naranja.
Para cuando el número llegó a veinte, la mente de mi madre se había ido a aquel mundo desolado y extraño que los psicólogos han tratado de entender y que honestamente no creo que puedan nunca, a menos que ellos mismos se adentren en él. A veces cuando iba a su cuarto para darle el beso de las buenas noches, la veía sentada en el suelo vistiendo su camisón que parecía haber lavado por última vez hacía semanas y cepillando el cabello de Karen, mientras las otras la rodeaban en un círculo, todas con sus ojos de botón y cabellos ridículamente alborotados y coloridos, todas sentadas una al lado de la otra, sus bocas pintarrajeadas y con diferentes expresiones. «B-Buenas noches ma...»
«¿Maa?» Nada. Mi madre vería brevemente a donde yo estaba sin verme a mí realmente. La única que me veía fijamente a la cara era Karen.
Para cuando yo tenía catorce, mi madre apenas y salía de su habitación, mis hermanos se encargaban de cocinar y de dejarle una bandeja afuera de su puerta. «Ooh madre, por favor sal...» nada «Ahhh, bueno, aquí te dejo tu comida...feliz noche...» Nada.
Mi madre sólo salía cuando no estábamos en casa, lo sabíamos pues siempre encontrábamos la puerta principal entre abierta como si no le hubiera preocupado cerrarla al llegar e irse a su cuarto.
Mi madre había comprado un enorme armario de roble para su habitación, el mueble era realmente enorme, recuerdo verlo y pensar que era el mismo que aparecía en la película Las Crónicas de Narnia. Claro que nunca pude jugar en él, nadie podía entrar a la habitación de mamá. En las noches podía escucharla cantar canciones de cuna, su voz entre cortada como si estuviera llorando. Otras noches escuchaba ruidos que venían del armario, la puerta se abría y se cerraba con fuerza mientras ella cantaba: «Chuuu chuuu Chuuuu chu Chuuuu chuu chu chu chu» una y otra y otra vez. «Oh Karen...duérmete ya...»
Mi madre murió unos meses después, se había suicidado tomando un puñado de pastillas para dormir, ya que rara vez salía de su habitación, su cuerpo fue descubierto hasta los dos días. Todos estábamos horrorizados ante aquella imagen, nuestra madre había estado muerta hacía dos días ¡y nosotros no nos habíamos dado cuenta!, no fue hasta que la comida se acumuló que lo supimos, la puerta siempre estaba cerrada con llave. Marcos; mi hermano mayor, había intentado entrar muchas veces pero nunca pudo, lo único que hacía era tocar a la puerta y decirle a mamá que la cena estaba lista. En la segunda noche, cuando él notó la cena de la noche anterior, tocó a la puerta y no escuchó nada. Nada en absoluto. Se acercó a la puerta y ahí fue cuando pudo distinguir un ligero olor. Un aroma desagradable. Sin pensarlo trató de abrir la puerta, y por primera vez en mucho tiempo, ésta estaba sin seguro. Ahí fue cuando él vio el cuerpo tendido de mamá en la cama. Karen estaba recostada sobre el borde de la cama en su pose de niña llorando.
Las pesadillas empezaron poco después del funeral.
En aquellos horribles sueños, yo siempre me encontraba en la habitación de mamá, ella yacía en la cama, aunque nunca podía ver su rostro ni nada, sabía que era mamá. En algún punto empezaba a escuchar un canto de niñas preguntando “¿Dónde está mami?”
«¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?» «¿Dónde está mami?».
Entonces aquellas malditas muñecas saldrían de entre la oscuridad que rodeaba la habitación, caminando como niñas pequeñas, con sus cuerpos sin huesos y piel de tela. Yo retrocedía aterrado, aun sabiendo que era un sueño. «¡¿Qué le ha hecho a mami usted niño horrible?!» «Queremos a mami MAMIIII» las muñecas se harían a un lado para dejar pasar a su hermana mayor. Karen siempre se distinguía de entre todas, no sólo por ser la más grande en tamaño, pero también porque en esos sueños ella siempre se veía diferente. Su cabello negro y alborotado era tan largo que lo arrastraba por el piso, como una alfombra de lana deshilachada. Sus ojos ya no eran botones pero un par de agujeros negros cómo las cuencas en una calavera, su boca delineada ahora estaba chorreada con sangre y llena de pequeños dientes torcidos. «Huuuy ¿Qué está haciendo aquí usted niño malo?» Preguntaba la muñeca, su voz, aunque no la reconocí al principio, era la misma voz de Catherine. «Hemos estado esperando a mami y en cambio usted viene» Las demás muñecas empezaban a reírse histéricamente. Karen siempre vestía un pequeños y mugriento vestido púrpura
En medio de mi horror y el deseo de poder despertar, escuchaba un fuerte crujido que sólo puede ser causado por madera vieja. La oscuridad empezaba a revelar el enorme armario de roble, sus pesadas puertas abriéndose lentamente, revelando otro tipo de oscuridad dentro de sí. Las muñecas exclamaban «OoooOOoo» y reían aún más.
El sueño, por suerte, siempre terminaba antes de que lo que fuera que estuviera dentro del armario saliera. Las primeras noches me levantaba gritando, para la sexta noche sólo abría los ojos, mi rostro helado y adormecido por el horror, mis manos aferradas a las sábanas y la voz de Karen como la de Catherine retumbando en la habitación. La última noche que tuve esa pesadilla, mientras el armario se abría para revelar su mayor truco, escuché a mi madre hablar tras de mi desde su cama. «Oh Catherine te extraño tanto»
Esa noche no me desperté aterrado, sino más bien devastado. Esa frase aún si era producto de mi subconsciente, me había roto. Mi madre y su sueño de tener una hija. Catherine, un milagro desperdiciado en los Ramírez, y yo, el último intento fallido de mi madre por cumplir esa fantasía. Empecé a llorar, amarga y desconsoladamente, ¿Acaso odiaba a mi madre por no haberme dado tanto cariño como merecía?, ¿Fue por eso que aun cuando la descubrimos muerta después de dos días en su habitación, no lloré tanto por ella como lo hice por papá o Catherine?
Me quedé despierto por varias horas, arrepintiéndome de todos mis pensamientos. Pero una pregunta llevó a la otra hasta que finalmente una voz en mí preguntó: ¿Qué hay en el armario?
Íbamos a mudarnos pronto, después del funeral eso se había acordado, vivir en la casa ya no era agradable, y pasar frente a la habitación cerrada de mamá cada día, era lo peor.
Ese día no fui a la escuela, le dije a Marcos que me quedaría en casa pues no me sentía con ánimos, él no se opuso y sólo me pidió que no intentara entrar al cuarto de mamá, eso me haría sentir peor. Yo acepté, pero la única razón por la cual no quería ir a la escuela, era porque necesitaba hacer justamente eso. Necesitaba abrir el armario.
Pensé que la puerta iba a estar cerrada con llave, pero no, cuando me di cuenta yo ya estaba dentro de la habitación. Lucía mucho más grande de lo que yo recordaba, la cama estaba arreglada con sábanas blancas y lavadas, y las malditas muñecas estaban ahí, Marcos dijo que las regalarían o algo así después de mudarnos, mientras tanto las niñas seguían esperando a mamá, sentadas en orden en el rincón de la habitación, mamá les había comprado unos pequeños banquillos para que se sentaran como niñas obedientes. La perra de Karen estaba al frente, un peine rosa de plástico colgaba de su melena negra.
«Huuuuy niño malo, ¿qué estás haciendo aquí?»
Giré y salté sorprendido, vi mi reflejo en el armario, en mi sueño él no tenía un espejo, pero en la realidad tenía uno y muy grande. Me quedé ahí viéndome en el espejo, la cama y el rincón de las muñecas se veía claramente. Me imaginé a mamá sentada en el suelo, cepillando sus horribles peinados y viéndose al espejo, viéndose perder más y más peso cada día. Escuché un ffff, y un aroma a fresas me llegó a la nariz. Había un aromatizante automático sobre el armario.
Me acerqué un poco más viendo mi rostro pálido en el espejo. El armario no tenía seguro así que sólo giré el pomo y jalé. La enorme puerta se abrió ante mí y al dejar salir la oscuridad que habitaba aquel inmenso mueble, fui golpeado por un intenso aroma a putrefacción. El aroma me hizo cerrar los ojos y cubrirme la nariz, entonces algo cayó sobre mí haciéndome caer el suelo de espaldas y cuando abrí los ojos, vi el rostro en descomposición de una niña. Sus ojos carentes de toda vida y ahora cubiertos por una tela lechosa y vacía, su piel fría y seca y su boca entreabierta pintada de rojo. Grité y la empujé quitándomela de encima, su cuerpo rígido cayó al suelo como un maniquí, ella vestía un pequeño uniforme escolar con rayas. Me arrastré sobre mi trasero lejos de ella, sus ojos blancos apuntando hacia mí, su boca entreabierta que no expresaba terror ni dolor, sólo sorpresa, sorprendida de estar tirada en el suelo de mi casa en lugar de estar con su familia y amigos, sus labios pintados de rojo seco. No podía moverme y entonces una más cayó de entre el armario, un pequeño brazo logró salir, sus dedos igual de pálidos y rígidos, en su muñeca llevaba una pulsera de colores. Empecé a gritar con aún más fuerza, intenté levantarme y correr pero sólo caí al suelo otra vez, el suelo parecía moverse ante mí, como si estuviera arrastrándome por un colchón de agua. Podía sentirlas viniendo tras de mí, arrastrando sus cuerpos con la poca fuera de sus brazos, esas pequeñas con rostros fríos y ojos muertos. Sus cabellos revueltos sobre sus hombros y labios pintados. Y tras de ellas vendrían las otras niñas, riendo y saltando con sus cuerpos llenos de algodón, rostros con botones cocidos y bocas chorreadas con sangre y porquería. Karen sería la primera en subirse a mi espalda, jugaría al caballito y luego las otras la seguirían. Apenas y podía respirar, no podía ver por el llanto de pánico que salía a chorros de mis ojos, debía ir a la sala, el celular para llamadas de emergencia estaba ahí. Iba a morir, estaba casi seguro de eso, no volteé ni una vez, mi mente estaba imaginando ruidos, pasos y chillidos, lamentos y risillas.
Después de arrastrarme como un perro sin patas por todo el pasillo, finalmente llegué a la sala, tomé el teléfono y marqué. «¿Qué pasó?» fue lo primero que preguntó Marcos. Yo no pude hablar, sólo me quedé ahí gimiendo y llorando. «¡QUÉ PASA!» gritó finalmente.
«Ca-Catherineee» le dije mientras me hundía aún más en mi desesperación. Marcos colgó y supe que vendría. Yo me quedé en el suelo, viendo directamente al pasillo, en mi mente unas pequeñas manos aparecían arrastrándose, dedo a dedo jalando el resto de sus cuerpos en descomposición. Una de ellas saldría revelando agujeros negros en sus rostros de blanco papel, labios estirados diciendo OoooOOo y chorreando sangre en la alfombra.
Mi hermano llegó finalmente, yo estaba junto a la puerta así que por accidente él me pateó cuando entró.
«Oh Jesús, ¿Qué...qué pasó?» no dije nada y sólo le señalé al pasillo.
Fueros sus gritos los que finalmente me hicieron reaccionar, finalmente pude levantarme y abrir bien los ojos. Fueron los gritos los que me demostraron que todo era real. Bueno, no todo, las muñecas seguían sentadas en sus banquillos sin sangre o porquería en sus bocas. Pero las otras niñas eran reales...y tan muertas cómo pensé.


En realidad era tres.
Tres niñas se encontraron en el armario de mamá, así de grande era, y ninguna era Catherine por supuesto. Catherine aún seguía en su ataúd de caoba. Las tres niñas habían sido reportadas como desaparecidas por sus familiares semanas atrás. Una de tres años, la otra de cinco y la mayor de seis. La que cayó sobre mí.
Según los médicos forenses, las niñas no habían muerto de inmediato. Habían sido mantenidas en estado «de sueño» a puro cloroformo, y claro, no se puede esperar dormir a unas niñas una y otra y otra vez con pañuelos empapados de cloroformo y no esperar que en algún punto el cuerpo colapse. Esas pobres pequeñas nunca pudieron siquiera ver el sol una última vez.
Finalmente nos mudamos, todo era demasiado horrible y retorcido para ser verdad. Un primo lejano de papá nos recibió, no tenía mucho dinero, pero su casa era cálida. Algo que yo había anhelado toda mi vida.
Nuestra vieja casa se quemó, o bueno, la incendiaron, nadie quería pasar por ahí y saber todo lo que «La vieja bruja» había hecho. Creo que las muñecas ardieron también, las dejamos ahí sentadas y esperando. Espero que Karen haya ardido primero. Esa perra.
«Hey, deberías escribir un libro acerca de lo que pasó»
Un libro. No me interesa en lo más mínimo escribir un libro y venderlo.
La única razón por la que he escrito todo esto es porque dicen que la escritura es sanadora. Y es cierto. No espero que mis pesadillas se vayan completamente. Sólo espero que ya no se sientan tan real como antes.
Aún lloro en las noches más oscuras, cuando los recuerdos de Catherine y su vestido púrpura y mi madre sonriendo y haciendo chocolate son más claros y puros.
Mi madre enloqueció y ninguno de sus cinco hijos no pudo tratarla a tiempo o preocuparse mucho más como para notar lo que le pasaba. Una hija lo hubiera hecho, las niñas se preocupan más por sus padres, por ver que estén bien, ellas ven más allá de las necesidades físicas de los demás, mi madre no sólo necesitaba comer y dormir, ella necesitaba cuidar y dar cariño, y ese cariño por alguna razón enfermiza siempre estuvo apartado para una hija. Una hija, eso hubiera evitado todo ese horror. Pero lo diré una tercera y última vez. La vida puede ser muy pero muy injusta, ¿no lo creen?

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